Me resulta insostenible -apretujado con otros frente a un paso de cebra- esperar la seña que invita a la orilla del frente.
He adquirido la destreza de cruzar la Alameda donde yo quiera. La clave es mirar, calcular y correr.
¡Atravieso!!!
Una sombra me envuelve rechinando. Pasada la sorpresa me siento libre nuevamente, más libre que otras veces gozara de mi osadía.
Mis ojos miran las calles parecidas a ciertas pinturas del museo de San Francisco, suavemente coloridas y silenciosas.
Casi siento pena cuando descubro que allá abajo rodean a un transeúnte tirado sobre el suelo, estremeciéndome un segundo al verle con mis propias ropas, pero sigo volando junto a las palomas en las azoteas de estos altos edificios.
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